Interactuar en la realidad y relacionarse con el caballo implica plantear un cambio en nuestra realidad y en la del caballo. Para que este plan resulte eficaz se debe establecer un vínculo con la realidad que debe implicar necesariamente actuar en tres órdenes: en lo real propiamente dicho, en el ámbito ideal y en lo formal.
El ámbito real queda definido por la descripción del escenario, lo que perciben nuestros sentidos y los del caballo... es un terreno plagado de incertidumbres y desconfianzas mutuas, a la defensiva, y en el que se establece, de hecho, una distancia de seguridad. Si nos acercamos el caballo se alejará, manteniendo esa distancia, preservando su “burbuja“ y dispuesto a la fuga si es necesario. Podríamos decir que en el ámbito real las cosas se dan cuerpo a cuerpo.
El ámbito ideal se refiere a todo lo que llevamos dentro: expectativas, ambiciones, imaginarios, aquella imagen que cada uno se hace del resultado final, el diseño del objetivo. Naturalmente el caballo desconoce absolutamente nuestras intenciones y hace muy bien en desconfiar abiertamente.
Lo formal, en cambio se refiere a las técnicas, procedimientos, las herramientas, recursos... el conocimiento que define nuestro hacer.
Como es fácil advertir, si no conjugamos estos tres aspectos es imposible crear una relación o vínculo con el caballo: si no estamos con el caballo (real), si no tenemos un objetivo (ideal) y si no tenemos un plan (formal). Cada aspecto por si solo no es suficiente.
Frente a frente con el caballo quedamos reducidos al cuerpo a cuerpo, en lo que el caballo sacará amplia ventaja, por instinto, es más fuerte, de mejores reflejos. Si actuamos como si creyéramos poder atrapar y dominar al caballo por la fuerza nos exponemos a riesgos físicos tanto para nosotros como para el caballo; y si optamos por una actitud absolutamente pasiva simplemente las cosas se desarrollarán según el interés del caballo. Creer que dominamos al caballo por la fuerza es una alucinación propia del mejor ilusionismo, siempre habrá un consentimiento y una aceptación del caballo, él tiene la última palabra.
Además, el uso de la fuerza se vuelve una herramienta tosca, burda que entorpece la comunicación, el caballo debe despejar el “ruido“ (señales que no pueden ser decodificadas por los sentidos) que hacemos en su boca, en su cuerpo, para tratar de interpretar alguna ayuda. Asi configuramos un círculo vicioso: menos nos entiende, más ruido hacemos con nuestras “ayudas“ obligándonos a incrementar las señales, más volúmen, que en algunos casos llega a aturdir al caballo.
El objetivo (lo ideal) por si sólo tampoco es suficiente. De nada sirve saber qué queremos si no sabemos qué podemos hacer y cómo debemos proceder... todo nuestro ideal puede verse reducido a una mera fantasía.
Una serie de técnicas y procedimientos (sólo lo formal), nos convertirán en autómatas, con algún éxito en algunas ocasiones, pero tampoco solventará el vínculo y sobre todo nos mantendrá alejados de poder desarrollar la sensibilidad necesaria para adecuar esas técnicas según el carácter de cada caballo.
Es prácticamente imposible manejar un caballo sin desarrollar el tacto que nos sensibilice para leer sus mensajes y entender, en la medida de lo posible, su lenguaje. En este ámbito es imprescindible tener en claro que planeamos una comunicación con el caballo, que esperamos que él esté atento y dispuesto a nuestras demandas y que es fundamental contar con un lenguaje compartido para entendernos, basado fundamentalmente en lo corporal (actitud, gestos, ritmos y miradas, no debemos perder de vista que nuestra actitud natural es manifiestamente la de un depredador y que en consecuencia debemos reeducarnos para que nuestras acciones no resulten una amenaza para el caballo).
La relación con el caballo se desarrolla entonces manteniendo aquel espacio de seguridad; y antes de vencer ese espacio o barrera, debemos negociar en términos de mutuo respeto: ninguno invadirá el espacio del otro sin previa conformidad.
domingo, noviembre 12, 2006
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