Hay discusiones que como mar de fondo están siempre agitando
las aguas, de vez en cuando salen a la superficie.
¿El conocimiento teórico debe prevalecer sobre el práctico? ¿El
conocimiento objetivo está por encima del emocional? ¿Todo ello tanto como la
intención de gobernar las prácticas humanas con leyes formuladas bajo el
imperio del rigor científico?
La ciencia describe a partir de sus criterios y categorías
ciertos aspectos de los fenómenos de la realidad. En principio me gustaría
decir que ningún principio moral se puede inferir de la ciencia objetiva. La
ciencia sólo formula hipótesis falsables y cualquier intento de hacer valer
estas hipótesis como verdades termina por constituir un dogma. Cualquier ensayo
en este sentido deviene en una manipulación moral que presume que la certeza
científica está por encima del comportamiento humano a la hora de buscar el
bien o perseguir la felicidad.
Un claro ejemplo de las complejidades muchas veces contradictorias
de esta problemática es el desarrollo de las llamadas ciencias humanas,
aquellas que tratan de encontrar leyes fundamentales a la hora de regir el
comportamiento humano y social. Tanto sea en el ámbito de la psicología, sociología,
historia o política el conocimiento científico acaba envuelto en una cinta de Moebius
porque el objeto se vuelve sobre si mismo, no hay historia de hechos que nos
hablen del quehacer humano sino que la historia misma es un fenómeno humano; no
hay manera de que el hombre tome distancia de si mismo para observarse como
objeto de estudio.
En este sentido, las prácticas humanas suelen definirse como
arte, es decir, una poética que combina el saber con el ingenio, la creatividad
con la inteligencia; la habilidad, la práctica y el entrenamiento con la
oportunidad; el ensayo con el error. La actividad humana está siempre inscrita
como fenómeno, determinada por las circunstancias y por el libre albedrío.
Mucho se habla, hoy por hoy, de la neuroendocrinología, de
la dinámica neuronal y los flujos hormonales. Pareciera que estos estudios
hubieran dado con el Santo Grial, con la piedra filosofal y que tantos
misterios sobre el comportamiento humano están al alcance de ser develados. Son
singularmente significativas las implicancias que estos estudios postulan sobre
el placer y el dolor; en definitiva sobre la felicidad y las cuestiones morales
vinculadas tanto al bien como a los vínculos sociales. Sin duda uno podría
decir que es algo desmedido.
Seguramente se pueden decir muchas cosas sobre todo esto
pero para circunscribirnos al trato ecuestre estos parámetros deberían ser
suficientes. La ciencia nunca ceja en su avance sobre el arte, le quita el
sueño no poder explicar lo inefable, aquello que encarna la singularidad
humana; y este más allá siempre esquivo muchas veces es esgrimido como la causa
de nuestros pesares. La “novedad” en los reproches por el “maltrato” con que el
humano somete al caballo ahora se esgrime con argumentos “científicos”. El
domador, jinete, según la ciencia, no sabe lo qué hace.
El problema no es que esta afirmación no sea del todo
cierta, los problemas se presentan cuando verdades a medias pretenden imponerse
como verdades absolutas. Algo de cierto hay en que no sabemos por qué hacemos
lo que hacemos, pero eso es propio no solo de la condición humana sino
justamente de la diferencia y distancia entre el saber y nuestra naturaleza.
La ciencia con tono admonitorio nos reprocha porque
deberíamos saber qué pasa a nivel endocrinológico en el caballo durante el
entrenamiento y el aprendizaje. Desde luego que nadie debe renegar de adquirir
y manejar información pero lo que queda fuera de juego es la pretensión de
añadir a través de esa información una sanción moral.
Que las amígdalas cerebrales procesan dolor y placer, que
las endorfinas inundan el flujo sanguíneo y pueden provocar un reflejo de
indefensión o que la oxitocina promueve un reflejo de empatía y pertenencia,
por un lado son sólo datos fríos que no explican ningún fenómeno, son fotos, radiografías
que sacan de contexto el proceso de aprendizaje y socialización, y por otro
abren una inquietante incógnita sobre los manejos y manipulaciones que se
podrían implementar a partir de la dosificación de estas hormonas. Sin ir muy
lejos es sabido que los maratonistas enfrentan el esfuerzo gracias a las
endorfinas que segregan, una suerte de anestesia que apareja una sensación placentera
que incluso provoca adicción.
¿Que es bueno saberlo? Sin duda, porque es útil saber que un
caballo puede estar, en determinado momento, bajo la influencia de algún
proceso químico, que hay un sistema que atesora las percepciones y experiencias
y se convierte en memoria, tanto como poder discernir si conviene más aprovechar
la curiosidad del caballo o aplicarle presión y saber evaluar el tacto y la
oportunidad (cálculos que no dependen de lo cuantitativo que mide la ciencia
sino de lo cualitativo que sólo puede ser intuido por la sensibilidad humana.)
La ciencia puede explicar dónde residen el miedo y el placer
pero no puede decir por qué lo que es placentero es tal, o lo es para mi y no para
otro, o por qué lo que a unos atemoriza a otros estimula. Los procesos químicos
son diversos y complejos y están articulados unos sobre otros sin poder afirmar
dónde empieza cada proceso y se debería tener como como premisa que son
procesos que tienden al equilibrio, a reponer la homeostasis del sistema
nervioso. Todos hemos tenido experiencias que demuestran que antes de un
momento de placer hemos sentido miedo o que, aún, a veces evitamos el placer
por miedo o controlamos el exceso por no soportar tanto placer. Pero la ciencia
no sabe decirnos qué es placentero para el caballo, sólo es capaz de
pronunciarse negativamente sobre el malestar que genera la doma y el
entrenamiento; que la única moneda de intercambio es el agua y la comida como
premio o refuerzo positivo y que las manifestaciones de relajación y ostensible
bienestar del caballo son respuestas al estrés que ha padecido por el manejo. Lo
que veo en estas proposiciones es una reducción del caballo a un estado muy
elemental, que no considera las cualidades que enriquecen los vínculos
simbióticos entre el animal y el humano y en última instancia, al no poder
reconocer lo que le puede dar placer al caballo, prácticamente lo cosifica. Los
procesos de aprendizaje nos cambian y a lo largo del tiempo incluso provocan
cambios en el programa genético, el caballo moderno es el resultado de la
interacción con el hombre que ha favorecido el desarrollo de su potencial
genético.
Los procesos químicos pueden ser considerados un engranaje
de la maquinaria del conocimiento y de la memoria pero no lo son todo y mucho
menos se puede inferir de ello algún principio moral para juzgar la práctica
ecuestre.
La ciencia es, mientras no se falsea, información sobre
cierto aspecto de la realidad pero la doma es un arte que se despliega en la
conjunción y relación de dos seres vivos que están creando una nueva realidad. Las
sanciones morales nunca pueden estar actualizadas hasta tanto no se conoce el
nuevo acontecimiento. Solo cuando se hace posible lo imposible, es decir, cuando
se interviene en la realidad para provocar un cambio o una novedad, se abre el
ámbito moral. De otro modo, la teoría, puede correr el riesgo de ser
prejuiciosa o instituir dogmas.