viernes, agosto 21, 2020

Recomendaciones de Virgilio en el Libro III de las Georgicas

 




I.

El mismo cuidado has de tener con los caballos: desde muy tiernos han de ocupar tu atención los que destines a perpetuar su especie. El potro de buena casta lleva siempre en la dehesa la cabeza levantada y bracea con gallardía; siempre va delante de los demás, es el primero a aventurarse en un río peligroso o en un puente desconocido, no se espanta de vanos estrépitos, tiene la cerviz erguida, la cabeza sutil, el vientre corto, la grupa carnosa, muy abultado el animoso pecho. Son excelentes los alazanes y los bayos; los peores son los blancos y los cenicientos. Si oye el buen potro a lo lejos ruido de armas. no acierta a estarse quieto, aguza las orejas, todos sus miembros se estremecen y arroja por la nariz fuego en vez de aliento. Ondea su espesa crin sobre el brazuelo derecho, el espinazo le forma una canal en medio de los lomos, escarba la tierra y la hace resonar fuertemente con el recio casco. Tal era Cilaro, domado por las riendas de Pólux Amicleo; tales fueron los dos caballos del carro de Marte; tales también los del carro del grande Aquiles, tan celebrados por los poetas griegos. Tal pareció el mismo Saturno cuando, en figura de caballo, sacudió la crin al ver llegar a su esposa, y en su rápida fuga, llenó con agudos relinchos el alto Pelión.


II.

Cuando empezare a decaer el caballo, vencido de enfermedades o de los años, métele en la caballeriza y da descanso a su noble vejez. Frío ya para la monta el caballo viejo, vanamente se empeña en un afán ingrato, y cuando llega a la amorosa lid, arde sin fruto, cual fogarada de paja. Así, pues, atiende ante todo al brío y a la edad del caballo padre; cerciórate de su raza y cualidades, de si es sensible a la ignominia del vencimiento y a la gloria del triunfo. ¿No has observado, cuando en la lucha se lanzan los carros al palenque, disparados de las barreras, cómo exalta a los mancebos el ansia de vencer, y cuál les palpita el corazón al temor de la derrota? Con el retorcido látigo aguijan a sus caballos, y echado el cuerpo hacia adelante, les largan toda la rienda; vuelan los ejes, hechos brasa. Ya se los ve cabizbajos; ya, soberbiamente erguidos, parece que, arrebatados por los vientos, van a remontarse a los espacios etéreos. No hay tregua, no hay descanso; levántanse remolinos de roja arena; la espuma y el resuello de los tiros que los siguen mojan sus espaldas. ¡Tanto los punza el amor de la gloria y el afán de vencer!


III.

Esto observado, y atentos a la estación conveniente, ponen los criadores todo su cuidado en engordar con pingües pastos al caballo que eligen para cabeza y padre de la yeguada; para él cortan las primeras hierbas y le dan puras aguas de río y mucha cebada, a fin de evitar que sucumba a las dulces fatigas a que está destinado y que se reproduzca en una prole desmedrada y lánguida la debilidad del padre. Al mismo tiempo se procura que enflaquezcan las yeguas, y cuando empiezan a aguijarlas los ya probados ardores del deseo, hay que quitarles el forraje y apartarlas de las fuentes; a veces se les quebrantan los bríos haciéndoles dar largas carreras al sol a la hora en que se baten en la era las trilladas mieses y revuelve el céfiro en el aire las livianas pajas. Hácenlo así, a fin de que una excesiva gordura no estreche en las hembras el camino de la generación, antes reciban sedientas su germen fecundo y lo absorban en sus recónditos senos.

Después que hubieren parido, convierte todo tu cuidado hacia los becerros. Lo primero es imprimir les con un hierro candente la marca de su torada y la señal que indique los que se destinan a la reproducción y los que se guardan para ofrecer sacrificios en los altares o para arar los campos y revolver la tierra erizada de quebrantados terrones; los demás se sueltan a pastar en los verdes prados


IV.

Pero si te inclinas más a las cosas de la guerra y a los fieros escuadrones, o a deslizarte en un rápido carro por las orillas del Alfeo de Pisa o en el bosque de Júpiter, pon tu principal cuidado en la cría de caballos, acostumbrándolos a ver armas y escaramuzas bélicas, y al ruido de los clarines y al rechinar de las ruedas, y a oír en la cuadra el retintín de los frenos; alborócenlos también cada vez más los elogios de su dueño y las sonoras palmadas con que, al celebrarlos, les acaricie el cuello. A todo esto debe hacerse apenas destetado, y a presentar de grado la boca al blando cabestro, aunque sin fuerza aún, tímido e inexperto; pero, cumplidos los tres años y entrado en los cuatro, es menester que aprenda a dar vueltas, a echar el paso a compás y a doblar alternadamente los brazos cual si con ellos fuera a cavar la tierra. Desafíe entonces a los vientos en la carrera, y volando por el campo sin límites, como si no llevara riendas, estampe apenas sus pisadas en la superficie de la arena, semejante al aquilón cuando se precipita furioso desde las regiones hiperbóreas y dispersa los turbiones y las áridas nieblas de la Escitia. Las altas mieses y las pobladas campiñas se estremecen a su apacible soplo, crujen las copas de los árboles, y largas oleadas van a estrellarse en las riberas; vuela él en tanto, barriendo juntamente en su carrera los campos y los mares. El caballo así enseñado o brillará en los estadios de la Élide, revolviendo en la boca una sangrienta espuma, o arrastrará con el flexible cuello el guerrero carro de los belgas. Una vez domados tus potros, ya puedes dejar que engorden, dándoles abundante pienso, mas no antes, pues entonces cobran sobrados fuegos y se resisten al castigo y al duro freno por más que se los sujete. Pero el medio mas seguro para dar vigor, así a los toros como a los caballos, es tenerlos apartados de las hembras y de los estímulos del ciego amor.