jueves, octubre 01, 2020

De las endorfinas y la moral

 


Hay discusiones que como mar de fondo están siempre agitando las aguas, de vez en cuando salen a la superficie.

¿El conocimiento teórico debe prevalecer sobre el práctico? ¿El conocimiento objetivo está por encima del emocional? ¿Todo ello tanto como la intención de gobernar las prácticas humanas con leyes formuladas bajo el imperio del rigor científico?

La ciencia describe a partir de sus criterios y categorías ciertos aspectos de los fenómenos de la realidad. En principio me gustaría decir que ningún principio moral se puede inferir de la ciencia objetiva. La ciencia sólo formula hipótesis falsables y cualquier intento de hacer valer estas hipótesis como verdades termina por constituir un dogma. Cualquier ensayo en este sentido deviene en una manipulación moral que presume que la certeza científica está por encima del comportamiento humano a la hora de buscar el bien o perseguir la felicidad.

Un claro ejemplo de las complejidades muchas veces contradictorias de esta problemática es el desarrollo de las llamadas ciencias humanas, aquellas que tratan de encontrar leyes fundamentales a la hora de regir el comportamiento humano y social. Tanto sea en el ámbito de la psicología, sociología, historia o política el conocimiento científico acaba envuelto en una cinta de Moebius porque el objeto se vuelve sobre si mismo, no hay historia de hechos que nos hablen del quehacer humano sino que la historia misma es un fenómeno humano; no hay manera de que el hombre tome distancia de si mismo para observarse como objeto de estudio.

En este sentido, las prácticas humanas suelen definirse como arte, es decir, una poética que combina el saber con el ingenio, la creatividad con la inteligencia; la habilidad, la práctica y el entrenamiento con la oportunidad; el ensayo con el error. La actividad humana está siempre inscrita como fenómeno, determinada por las circunstancias y por el libre albedrío.

Mucho se habla, hoy por hoy, de la neuroendocrinología, de la dinámica neuronal y los flujos hormonales. Pareciera que estos estudios hubieran dado con el Santo Grial, con la piedra filosofal y que tantos misterios sobre el comportamiento humano están al alcance de ser develados. Son singularmente significativas las implicancias que estos estudios postulan sobre el placer y el dolor; en definitiva sobre la felicidad y las cuestiones morales vinculadas tanto al bien como a los vínculos sociales. Sin duda uno podría decir que es algo desmedido.

Seguramente se pueden decir muchas cosas sobre todo esto pero para circunscribirnos al trato ecuestre estos parámetros deberían ser suficientes. La ciencia nunca ceja en su avance sobre el arte, le quita el sueño no poder explicar lo inefable, aquello que encarna la singularidad humana; y este más allá siempre esquivo muchas veces es esgrimido como la causa de nuestros pesares. La “novedad” en los reproches por el “maltrato” con que el humano somete al caballo ahora se esgrime con argumentos “científicos”. El domador, jinete, según la ciencia, no sabe lo qué hace.

El problema no es que esta afirmación no sea del todo cierta, los problemas se presentan cuando verdades a medias pretenden imponerse como verdades absolutas. Algo de cierto hay en que no sabemos por qué hacemos lo que hacemos, pero eso es propio no solo de la condición humana sino justamente de la diferencia y distancia entre el saber y nuestra naturaleza.

La ciencia con tono admonitorio nos reprocha porque deberíamos saber qué pasa a nivel endocrinológico en el caballo durante el entrenamiento y el aprendizaje. Desde luego que nadie debe renegar de adquirir y manejar información pero lo que queda fuera de juego es la pretensión de añadir a través de esa información una sanción moral.

Que las amígdalas cerebrales procesan dolor y placer, que las endorfinas inundan el flujo sanguíneo y pueden provocar un reflejo de indefensión o que la oxitocina promueve un reflejo de empatía y pertenencia, por un lado son sólo datos fríos que no explican ningún fenómeno, son fotos, radiografías que sacan de contexto el proceso de aprendizaje y socialización, y por otro abren una inquietante incógnita sobre los manejos y manipulaciones que se podrían implementar a partir de la dosificación de estas hormonas. Sin ir muy lejos es sabido que los maratonistas enfrentan el esfuerzo gracias a las endorfinas que segregan, una suerte de anestesia que apareja una sensación placentera que incluso provoca adicción.

¿Que es bueno saberlo? Sin duda, porque es útil saber que un caballo puede estar, en determinado momento, bajo la influencia de algún proceso químico, que hay un sistema que atesora las percepciones y experiencias y se convierte en memoria, tanto como poder discernir si conviene más aprovechar la curiosidad del caballo o aplicarle presión y saber evaluar el tacto y la oportunidad (cálculos que no dependen de lo cuantitativo que mide la ciencia sino de lo cualitativo que sólo puede ser intuido por la sensibilidad humana.)

La ciencia puede explicar dónde residen el miedo y el placer pero no puede decir por qué lo que es placentero es tal, o lo es para mi y no para otro, o por qué lo que a unos atemoriza a otros estimula. Los procesos químicos son diversos y complejos y están articulados unos sobre otros sin poder afirmar dónde empieza cada proceso y se debería tener como como premisa que son procesos que tienden al equilibrio, a reponer la homeostasis del sistema nervioso. Todos hemos tenido experiencias que demuestran que antes de un momento de placer hemos sentido miedo o que, aún, a veces evitamos el placer por miedo o controlamos el exceso por no soportar tanto placer. Pero la ciencia no sabe decirnos qué es placentero para el caballo, sólo es capaz de pronunciarse negativamente sobre el malestar que genera la doma y el entrenamiento; que la única moneda de intercambio es el agua y la comida como premio o refuerzo positivo y que las manifestaciones de relajación y ostensible bienestar del caballo son respuestas al estrés que ha padecido por el manejo. Lo que veo en estas proposiciones es una reducción del caballo a un estado muy elemental, que no considera las cualidades que enriquecen los vínculos simbióticos entre el animal y el humano y en última instancia, al no poder reconocer lo que le puede dar placer al caballo, prácticamente lo cosifica. Los procesos de aprendizaje nos cambian y a lo largo del tiempo incluso provocan cambios en el programa genético, el caballo moderno es el resultado de la interacción con el hombre que ha favorecido el desarrollo de su potencial genético.

 


Los procesos químicos pueden ser considerados un engranaje de la maquinaria del conocimiento y de la memoria pero no lo son todo y mucho menos se puede inferir de ello algún principio moral para juzgar la práctica ecuestre.

La ciencia es, mientras no se falsea, información sobre cierto aspecto de la realidad pero la doma es un arte que se despliega en la conjunción y relación de dos seres vivos que están creando una nueva realidad. Las sanciones morales nunca pueden estar actualizadas hasta tanto no se conoce el nuevo acontecimiento. Solo cuando se hace posible lo imposible, es decir, cuando se interviene en la realidad para provocar un cambio o una novedad, se abre el ámbito moral. De otro modo, la teoría, puede correr el riesgo de ser prejuiciosa o instituir dogmas.